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Un sistema de salud en crisis

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SepulvedaEste es un post invitado del Dr. Oscar Francisco Sepúlveda Ovando, titulado de medicina de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, y encargado del programa de Salud Mental del Cesfam La Bandera, San Ramón, Santiago.

Como sabemos, el sistema público de salud de Chile atiende a un 80% de la población, acudiendo a hospitales y consultorios principalmente; los más viejos, los más pobres, los desempleados, los inmigrantes y, en definitiva, la población más vulnerable.

Se articula sobre la base del aporte a dos fondos, uno público y solidario, donde se aporta el 7% de los ingresos de la población antes descrita (FONASA) y uno de aporte personal donde el 7% no se comparte, sino que se entrega a un prestador privado (ISAPRES), el cual funciona más o menos como un seguro de vida: si no te enfermas y no lo ocupas, tu plata pasa directamente a las cuentas de tu prestador de salud.

Evidentemente sólo la población más joven, más sana y con mayores ingresos puede elegir libremente el sistema de Isapres, ya que los “planes” son más caros y sus valores sobrepasan largamente el 7% de los sectores socialmente débiles.

No es mi intención describirles este escenario que todo chileno debiese conocer, pero me quiero detener un poco en la esencia misma del sistema y que es aplicable, también, al sistema de educación o de fondos de pensiones.

Chile en su historia republicana gozó siempre de un sólido sistema de salud público y hace no muchas décadas -antes del 73-, cualquier persona, de cualquier estrato, ingreso, etnia y localización geográfica accedía más o menos a las mismas prestaciones. Era un sistema inmaduro pero justo, en términos estrictamente sociales.

Un día un grupo de jóvenes revolucionarios trajo desde Chicago una idea transgresora: que los esfuerzos personales primen por sobre el bien común, y que las personas siempre y cuando puedan pagar, podrán acceder a mejores servicios y así -sin votación ciudadana y casi por decreto- se fragmentó el sistema de salud, de educación, de pensiones y se fabricó un país hecho a la medida de los esfuerzos personales.

desigualdad_aLa idea parecía sumamente buena y lógica, además le ahorraba mucha plata al Estado, desarrollándose en tres grandes ejes:

1.- La falacia de la libertad.

Los muchachuelos de Chicago, con la venia del gobierno, instalaron una idea: cuando uno puede pagar por un servicio, cualquiera este sea, debe hacerlo. Un servicio pagado sin intervención del Estado “es bueno” y, por sobretodo, “justo”.

El pequeño detalle es que nadie fue capaz de explicar -o que nadie se detuvo a explicar- desde cuándo la libertad quedaba supeditada a la capacidad de pago. La libertad de elección no era tal, los únicos que terminaron eligiendo fueron los del 20%.

2.- Sistemas distintos para gente distinta.

Así como las personas fueron cambiándose según su capacidad de pago, fueron también cambiando las caras de los hospitales. El 7% de los más pobres no alcanzó a cubrir los costos de los más enfermos -los más pobres se enferman más y por tanto, son más caros-, así que se echó mano a impuestos adicionales para lograr mantener un sistema viable. Se apiñaron los pacientes en los pasillos, empezaron a faltar los insumos, la medicina se hizo más compleja y los pacientes comenzaron a envejecer.

El 20% vio cómo su 7% -y más, porque las Isapres cobran por hijo o por si eres mujer, viejo o enfermo, desembolsando algunos hogares hasta el 10 ó 15% de sus ingresos en seguros de salud- se transformaba en flamantes clínicas con nombres rimbombantes, piezas singles, tres opciones de alimentos y que terminaron quedando bien lejos de donde vivía el otro 80%.

3.- Los médicos como responsables.

Últimamente he escuchado críticas transversales contra los médicos, se nos acusa de autorreferentes, de actuar como carteles, de no tener vocación, de ser egocéntricos y de una larga serie de interminables y amorosos epítetos.

Los niños de Chicago lograron imponer sus ideas en los cimientos más profundos de la sociedad chilena y la educación fue otra de sus travesuras. Un día se creó una reforma en la educación donde se decidió que los privados podían vender esta materia prima, como se podía vender el Estado. Así que todos ahora debían pagar por un cartón: abogados, profesores, arquitectos, historiadores, músicos, y médicos, por supuesto, los médicos. Estos últimos terminaron pagando los aranceles más abultados, todo aquel que quería una bata blanca terminó desembolsando algo así como un auto cero kilómetro por año. Sin embargo, se les exigió compromiso por lo público en un país donde lo privado gobernaba, donde el esfuerzo personal y no lo colectivo gobernaba, donde todo era un premio a las hazañas individuales.

Esas exigencias fueron y son sólo exigibles en papel, ya que como todos sabemos a los dueños de las clínicas, amigos de senadores y ministros, les viene de perilla pagarle más a los médicos, así desangran al sistema público, se llevan al mejor capital humano y terminan por obligar a “elegir” un sistema a quienes pudieran pagarlo.

La solución:

Existen cuatro ideas que de concretarse, podrían revertir un panorama crítico sanitario en Chile:

1.- Desfragmentar el sistema: Crear un sistema único en el que el 7% de todos vaya a un fondo común, a modo de impuesto general y no de capitalización individual. Las isapres pueden seguir existiendo como aseguradoras privadas, algo como lo que ocurre en la mayoría de los países desarrollados del mundo. Así tendríamos TAC, Resonadores, exámenes y médicos, todos esos “lujos” que se necesitan en el sistema público.

2.- Desmunicipalizar la salud: A los alcaldes les encanta andar dando pega a cambio de favores políticos, inventar cifras y pagar poco. Nada más que decir con respecto a esto. Los consultorios deben ser parte de los servicios de salud y no de las municipalidades.

3.- Becas para todos: Si en chile se titulan 1.500 médicos al año, debería existir una cifra similar de programas de especialización.

4.- Si queremos médicos que ejerzan con calidad, hay que medirlos. Tanto los médicos chilenos como los extranjeros pueden tener altas capacidades, pero eso hay que objetivarlo.


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